lunes, 24 de julio de 2023

La escritora ecuatoriana María Fernanda Heredia Pacheco, reconocida con el Premio Cervantes Chico 2023

 


La autora ecuatoriana María Fernanda Heredia Pacheco ha sido elegida por el jurado para recibir el Premio Cervantes Chico Iberoamericano, que reconoce el trabajo de destacados escritores de literatura infantil y juvenil en el continente americano.


Escritora muy reconocida por sus obras de literatura infantil y juvenil en su país, su obra ha logrado trascender las fronteras de Ecuador, consolidándose en toda Iberoamérica. Sus lectores, niños, jóvenes y adultos, disfrutan de sus libros por la sencillez de su escritura, por el sentido del humor con el que matiza todas sus historias y por la hondura de emociones y reflexiones que su literatura provoca.

Ha recibido en cinco ocasiones el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil ‘Darío Guevara Mayorga’, otorgado por el municipio de Quito y, en 2003, en Bogotá el Premio Latinoamericano de Literatura Infantil ‘Norma Fundalectura’.

El Premio Cervantes Chico, que concede anualmente el Ayuntamiento de Alcalá de Henares, contempla, desde 2019, esta categoría del Reconocimiento Especial Cervantes Chico Iberoamericano, creado en colaboración con la Universidad de Alcalá y la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI).

En su categoría nacional, el jurado, en el que ha participado José Raúl Fernández del Castillo, director para las Artes y la Cultura de la UAH, ha otorgado el Premio Cervantes Chico de Literatura Infantil y Juvenil, en su XXVII edición, al escritor Pedro Mañas, autor de las colecciones de ‘Ana Kadabra’, ‘Las Princesas del Dragón’ o ‘Marcus Polos’, entre otras, que están batiendo records de ventas y de lectores.


FUENTE:

https://portalcomunicacion.uah.es/diario-digital/actualidad/La-escritora-ecuatoriana-Maria-Fernanda-Heredia-Pacheco-reconocida-con-el-Premio-Cervantes-Chico-2023

viernes, 15 de julio de 2022

Caballito blanco, un cuento fantástico de Onelio Jorge Cardoso (Calabazar de Sagua, Las Villas, 1914 - La Habana, 1986)

      Era, primero un carrusel, o un niño primero y un carrusel después. Nunca se sabrá.

       La cosa es que el niño estaba enfermo de un mal de pie o de pierna que lo tenía impedido de caminar. Así pues, se pasaba el tiempo mirando por la ventana abierta dar vueltas al carrusel y oyendo su música alegre del otro lado de la calle.

       Veía los corcelitos pasar corriendo, desbocados, las bocas rojas de grandes dientes blancos y las crines de madera sueltas al viento.

       De modo tal que le fue tomando tanta simpatía al caballito, que no hubo tarde que no lo mirara ni noche que no soñara con él. Y, precisamente, una de esas noches en que estaba soñando, sintió un fuerte resoplido junto a la ventana, ¡brrrrr!, y despertó sorprendido por los ojos del caballito que lo miraban.

       —Oye, ¿qué te parece si damos una vueltecita por el campo? —dijo, y el niño se sintió tan contento que le saltó el corazón de alegría.

       —¡Ahora mismo! —dijo

       —Pues monta —respondió el caballito. Pero de repente el niño se contuvo:

       —Es que la pierna... el pie... Mi tía dice que hay que esperar.

       —Bueno —contestó el corcelito blanco—, si te alegra, ¿qué daño puede hacerte?

       —¿Tú crees? Tal vez puede que sea así.

       —Entonces no perdamos más tiempo. Salta y monta, que viene el día.

       Y así lo hizo el muchacho, más contento que nunca y oyendo en la noche el galope del caballito que golpeaba las calles de la ciudad.

       Claro, que hay que ver lo que es el nacimiento del día cuando queda aún alguna estrella demorada en el cielo. Y luego, cuando la mañana se va desprendiendo de las nubes, con su pupila de colores bonitos. Estas cosas son más lindas de ver que de contar; y eso fue lo primero que asombró al muchachito, ya en pleno campo, al amanecer, cuando el caballito se detuvo resoplando.

       —¿Qué te parece?

       —¡Qué estrellas más altas y más limpias! ¡Pero se van borrando!

       —No lo creas del todo. Mira bien, abajo. Se han quedado en las de las hierbas.

       —¿En las hojas?

       —El rocío, mira bien.

       —Es verdad. Brillan igual.

       —Y con el mismo sol de siempre. El sol de anoche en otro sitio del cielo. Ahora, en cuanto suba la luz, se pondrán los pájaros a cantar que da gusto. Cada quien del monte irá a sus cosas. Hasta los caracoles; los verás con sus tarritos afuera, andando por los caminos para atender sus asuntos.

       —Es muy lindo.

       —Y ahora, observa por entre mis orejas y dime qué ves.

       —Un río, y grande.

       —Pues vamos a cruzarlo.

       —¡Cómo! ¡Si no sé nadar!

       —Yo nadaré por ti. Tú sigue montado y verás que ahorita llegamos a la otra orilla.

       —Pero… espérate, que hay una dificultad…

       —¿Cuál?

       —Que si me mojo el pie… la pierna… porque mi tía siempre dice…

       —Bueno, si te gusta la otra orilla no puede hacerte daño.

       —¿Aunque me moje en parte?

       —Aunque te mojes todo.

       —Bien, si tú lo dices, entonces vamos.

       Y el caballito se echó al agua con su jinete y pronto estuvo nadando en medio de la corriente para alcanzar la orilla opuesta. Había allí un monte de guayabas y un batallón de cotorras comiendo de ellas.

       —¿Y eso qué es?— preguntó el niño riendo.

       —¿Esa?, esa es la gente más conversadora del monte— dijo el caballito. — No se sabe el tiempo que pasan hablando tonterías, pero hacen falta porque alegran el aire con sus colores.

       —Pues mira que son graciosas.

       —Con tal que no le pongas atención a todo lo que dicen, graciosas son.

       Y el niño, que se llamaba Alejandro, y que no hemos dicho su nombre porque el caballito no necesitaba preguntárselo, se echó a reír abiertamente con el asunto de las cotorras y, después, al volver la cabeza, vio al caballito que, arqueando el cuello, le ofrecía un ramo llenito de guayabas maduras.

       —Esto, ¿se come?

       — Diente con diente toda la que quieras.

       Alejandro tomó en sus manos las guayabas, y cuando ya iba a morderlas, de nuevo se contuvo.

       —¿Y si son ácidas?

       —¿Qué?

       —No, que no sé. Tal vez la digestión, porque mi tía dice que si…

       —Si te gusta su aroma, te gusta su carne. Ningún daño te hará. Prueba.

       Y desde luego que el niño probó. Y le supieron a gloria las guayabas con semillas y todo. También el caballo, a su vez, comió guayabas, y Alejandro oyó, por primera vez, ese agradable rumor a boca cerrada que hacen los caballos cuando mastican algún alimento que necesitan triturar.

       Luego bebió el corcelito en el río, y el niño mirando de qué modo tan interesante sube el agua por el cuello de los caballos en forma de pelotas que se siguen unas a otras, detrás de la piel.

       Y así, después que el batallón de cotorras estuvo harto de hablar y comer, éstas levantaron el vuelo llenando el cielo de color y se largaron de allí. Entonces el caballito dijo:

       —Bueno, monta que nos vamos.

       —Pero, ¿ya de regreso? ¿Tan pronto se acaba todo? – dijo Alejandro, y el corcelito blanco, soltando un alegre relincho, que era su risa natural, dijo:

       —No, todavía. Hay mucho que ver y apenas ha empezado el sol. Así que trepa.

       —Pero, ¿a dónde vamos? –preguntó Alejandro. Y el caballito, por primera vez, echando atrás las orejas, dijo:

       —Cuando estés contento que no te importe a dónde vayas.

       La verdad es que esta vez el niño no entendió nada, porque hasta los caballos hablan alguna vez de un modo muy extraño. Pero como el caballito tenía las orejas indispuestas, pensó el niño que había dicho una cosa muy importante y saltó sobre su lomo.

       —Bien, llévame a donde quiera que vayas.

       Y echó a correr el corcelito blanco que daba gusto su carrera.

       Sonaba el viento en los oídos de Alejandro como cuando hay ciclón y el aire silba en los alambres. Agarrado fuertemente a las crines, miraba viendo venir el camino a toda velocidad, cerrado de monte bonito y de algunas ramas que pasaban sobre su cabeza, obligándolo a agacharse a tiempo para no ser golpeado.

       Y así estuvieron, corre que te corre, hasta que fue disminuyendo el galope, porque ahora el camino subía como si quisiera desembocar en las nubes.

       —¿A dónde vamos? –gritó Alejandro para ser oído, y el caballito, sin detenerse, volvió la cabeza:

       —Arriba. A la montaña, y si hubiera camino, a mucho más.

       Alejandro se sonrió contento, y como ya no era tanta la carrera, empezó a mirar a los lados. A la izquierda el río se iba quedando allá, donde estuvieron, y a la derecha la tierra, creciendo, aprisionando piedras y raíces que salían al camino.

       —¡Oye, se ve el río como un cinto de plata!

       —Espera y lo verás como un cordelito en el suelo. Ciérrate el cuello que allá hace frío.

       —¿Me hará daño?

       —Ninguno.

       —Entonces, ¿para qué cerrármelo? Además, estoy agarrado a la crin, ¿con qué manos?

       —Empiezas a entender y yo me he vuelto tonto.

       Y, corre que te corre, siguieron hasta que al fin, bañado en espumoso sudor, el caballito blanco se detuvo en lo alto de la montaña.

       — Salta al suelo y mira –dijo.

       Pero era tan hermoso el paisaje, que no tuvo que decírselo dos veces. De un salto, Alejandro se desmontó y fue hasta el borde de la montaña a mirar abajo.

       ¡Qué verde tan intenso tan distante! Un hombre iba por allá, por su camino, chiquito como una pulga a lomo de su caballo, pequeño como un grillo. Y el río, efectivamente, era un cordelito de plata que curvaba entre los árboles. Pero lo que más llamó la atención de Alejandro fue una nube perezosa que venía moviéndose más debajo de la montaña.

       —¡Cómo! ¡Somos más altos que las nubes!

       —Ya lo estás mirando – ijo el caballito.

       —No, no puede ser. Siempre las nubes le quedan a uno por encima de la cabeza.

       —Bueno, siempre que uno no se decida a sobrepasarlas. ¿No has volado nunca en avión?

       —No, nunca, ¿y tú?

       —¡Hombre, Alejandro! ¿Quién ha visto un caballo volando en avión?

       —¡Es verdad! –dijo riendo el muchacho, y el otro relinchó de pura risa también.

       Después Alejandro estuvo recogiendo esas flores solitarias y hermosas que crecen en las montañas, y que nadie pone en búcaros como si sólo fuesen bonitas las rosas y las flores de jardinería. En tanto, el caballito se tendió en el suelo y había que ver las vueltas que daba, retozando en la hierba como un muchacho. Alejandro se reía de sus gracias y maromas, y como el caballito viera que esto le daba gusto, dio tantas vueltas que en una de ellas se acercó, peligrosamente, al borde de la montaña.

       —¡Cuidado! –dijo Alejandro, y el caballito dijo:

       —¡Contra! Una monada más y vas a tener que bajar tú solo. Mira, mejor nos vamos. Ya viste todo lo lindo de aquí – y el niño dijo:

       —Como tú quieras; nos vamos, pero… no a casa todavía, ¿verdad?

       —Todavía –dijo el caballito, y esta vez se agachó hasta el suelo para que el niño montara.

       —Eso sí, agárrate ahora más firme que antes, porque si subiendo corrí, imagínate cómo será bajando.

       —Yo no tengo miedo –dijo Alejandro, y esta vez el caballito sólo dijo:

       —¡Eso es! —y arrancó a correr:

       Naturalmente que en esta ocasión la carrera fue tan veloz, que el niño se pasó el tiempo con la cabeza pegada al cuello del corcelito y las manos aferradas a la crin. De modo que ni vio por dónde iba hasta que, de un tirón, se detuvo y Alejandro se corrió a la cabeza del caballito.

       —¡Contra! –dijo el niño sorprendido, y el caballito dijo:

       — Enderézate. Ojos, oídos y nariz ahora. Mira lo que tienes enfrente.

       Bueno, había que oler, ver y oír. No en balde el caballito le había dicho las tres cosas. Pero Alejandro no supo si oyó el ruido de la marejada primero, o si fue el olor de la sal en el aire, o vio el azul, intenso, lindo, que venía a romperse en espumas a la playa.

       —¡El mar! –dijo el muchacho, loco de contento.

       —¡El mar! –dijo el caballito.

       — ¡Maravilla! ¡Cómo hay olas y olas! Y los pájaros esos, volando, ¿a dónde van?

       —Gaviotas – aclaró el corcelito.

       Y Alejandro se desmontó de un salto y empezó a quitarse las ropas. Primero los zapatos –que los tiró lejos—, luego la camisa, y en cuanto empezó a zafarse el cinto, se detuvo inesperadamente y se quedó mirando al caballito. Claro que el caballito sabía lo que pensaba el niño. No; no era que le diera pena quedarse desnudo. Para eso eran amigos, y además varones los dos. Es que… otra vez la misma cosa. Entonces el caballito lo dejó que hablara:

       —Bueno —empezó el niño con la cabeza baja—, es que quizás el agua salada… porque las piernas, dice mi tía… Pero esta vez el corcelito blanco no le contestó. Paso a paso vino hasta él, se agachó a su lado y le dijo:

       —Acaba de quitarse la ropa y monta.

       Y Alejandro lo hizo. Se quedó bien en cueros, como había venido a este mundo tan falto de caballitos blancos, montó en su caballo y, naturalmente, el corcelito empezó por meterse en el agua hasta que al momento estaba nadando y el niño prendido a sus crines primero, luego a la cola y después muertos de risa los dos.

       Ni qué decir que allí pasaron el resto del día. Unas veces en el agua, otras cogiendo sol en la arena o buscando caracoles grandotes que tenían por dentro, pintados, los colores del amanecer. En fin, anduvieron libres y dichosos hasta que cayó la noche y Alejandro tuvo hambre y sueño, porque desde luego, un niño no sólo vive de guayabas.

       Así que el caballito le dijo:

       —Monta, que nos vamos.

       Y montó y echaron a correr otra vez bajo las estrellas hasta que llegaron a la ciudad y a la ventana de Alejandro. Allí mismo, el niño se despidió del caballito dándole un beso en la frente, de un agradecimiento tal, que sonó como un cohete.

       Entonces el caballito le dijo:

       —No hay nada que lamentar. Volveremos a andar juntos. Pero esta vez, recuerda, tú vas a buscarme.

       —Lo que digas —dijo Alejandro, y lo vio cómo se marchaba al carrusel para ocupar su puesto entre los demás caballos.

       Al otro día el médico vino a casa de Alejandro, al atardecer, y al preguntar por el niño, la tía, con los ojos más felices del mundo, le dijo que estaba en el carrusel, montando un caballito blanco. El médico, que era un hombre bueno, viejo y sabio, se puso de pie sacudido por la noticia.

       —¡Pero cómo, si todavía, no puede caminar!

       —Desde esta mañana –dijo la tía, y el médico, mirando por la ventana el carrusel, dijo sentándose de un golpe:

       —¡Contra! ¡Increíble! ¡Pues sí que son buenas estas medicinas mías!


domingo, 3 de octubre de 2021

La abuela tejedora de Uri Orlev, Ilustraciones: Tania Janco

 «Un día llegó a una pequeña ciudad una abuela muy anciana. Sólo llevaba un bastón y un par de agujas de tejer.

Recorrió la ciudad y no encontró casa, entonces se sentó en el campo sobre una piedra fría y tejió unas hermosas pantuflas para reposar sus pies cansados.

Pero la abuela no quiso poner sus pantuflas sobre la tierra. Así que tejió un tapete.

Luego se preguntó dónde lo podría extender.

A su alrededor sólo había espinas y rastrojos.

Y de nuevo se puso a laborar. Suenan, suenan las agujas. Dos segundos más tarde tenía el piso y de ese problema se olvidó.»


Así comienza La abuela tejedora de Uri Orlev, obra que he conocido gracias a una donación del Sr. Inoa de la Editora Nacional del Ministerio de Cultura de la República Dominicana.

Como ya la he leído, la voy a regalar a un niño que la quiera disfrutar.





«Suenan, suenan las agujas. La abuela supo qué quería. Se tejió un nieto y una nieta. Con hilo fino les agregó unas muecas de tristeza, otras de risa, y mucha picardía.»

Uri Orlev

Tania Janco




sábado, 12 de diciembre de 2020

Cuentos de niños

Pulgarcito pertenece al linaje de Ulises y el Lazarillo. El arrogante Juan sin Miedo aprende que sentir temor no es una bajeza

ANTONIO MUÑOZ MOLINA

10 DEC 2020 - 18:30 EST



'Lazarillo de Tormes' o 'El Garrotillo', de Francisco de Goya (1819).

'Lazarillo de Tormes' o 'El Garrotillo', de Francisco de Goya (1819).EL PAÍS

El cuento que más miedo me ha hecho pasar en mi vida era tan austero en sus elementos narrativos que casi no era un cuento, sino más bien una letanía, una de esas cantinelas infantiles en las que se preserva la unidad arcaica que debió de haber entre las historias y la música, igual que la hubo entre la poesía y el canto. Era un relato o más bien un diálogo a tres voces, una madre, una hija, una presencia innominada y amenazadora que se iba acercando. Decía la niña: “Ay mama mía mía mía, ¿quién será?”, y la madre contestaba: “Cállate hija mía mía mía, que ya se irá”. Pero entonces aparecía la tercera voz, y el narrador o la narradora volvía más grave la suya: “Que ya estoy entrando por la puerta…”. El cuento consistía, musicalmente, en la repetición de las dos primeras voces y en la variación gradualmente aterradora de la tercera, que cada vez anunciaba una mayor cercanía hacia la madre y la hija amenazadas. La niña preguntaba una y otra vez quién sería aquella presencia, y la madre repetía palabra por palabra la misma respuesta cada vez menos tranquilizadora, porque después de cada “cállate hija mía mía mía, que ya se irá”, aquella criatura hecha de oscuridad y amenaza indicaba el lugar cada vez más próximo en el que ya se encontraba. Un refinamiento improvisado del narrador era adaptar los pasos de esa aproximación a la topografía de la vivienda donde la historia se contara: el portal, la escalera, el rellano, por fin la misma puerta que el niño estaba viendo, abierta sin defensa contra el enemigo, o bien cerrada y sin embargo fácilmente vulnerable, o entornada, dejando paso a una penumbra doméstica que las palabras llenaban de misterio y hasta de terror. El cuento no sucedía en un castillo, en un país fabuloso, sino allí mismo, en nuestra propia casa, en los espacios más familiares, el portal, la escalera por la que subíamos y bajábamos a diario, los pasillos que llevaban a los dormitorios, en los que más de una vez, si tardábamos en llegar al conmutador de la luz, ya empezábamos a sentir la sospecha del miedo.

Es ahora, al cabo de tantos años, cuando caigo en la cuenta de la eficacia de aquella despojada economía narrativa. No había introducción, no había nombres, no se describía nada. Eran las tres voces sucediéndose, manejadas por el mismo narrador, con una parte de reiteración y otra de novedad, y con un margen para la improvisación dentro de la forma invariable que también es muy propio de las artes orales. El “Ay mama mía mía mía” y el equivalente “Cállate hija mía mía mía” marcaban un ritmo obsesivo y monótono, como un impulso de fatalidad hacia lo inevitable. El narrador, niño o adulto, podía multiplicar según su albedrío los pasos intermedios, retardando o acelerando el ataque final, que no se llegaba a saber en qué consistía, igual que no se sabía nada sobre esa presencia, esa criatura invasora, más temible aún por ese motivo. La palabra ya es en sí misma un medio de máxima sobriedad: que tenga tanta fuerza de sugestión sin el adorno de los detalles, ni de las imágenes, ni de más efectos especiales que sus propios dones de sonido y sentido es uno de tantos prodigios usuales en los que casi nunca se repara.

En aquellos tiempos muy anteriores a la psicopedagogía, los adultos disfrutaban sin remordimiento asustando a los niños con cuentos espeluznantes. Éramos niños antiguos que ni siquiera habíamos visto la televisión, y que, aunque íbamos mucho al cine, habíamos nacido mucho antes de que llegaran las películas de vísceras y asesinos con motosierras. En los cuentos que nos contaban los mayores había lobos feroces, gigantes caníbales y brujas que engordaban a los niños en jaulas antes de cocinarlos y comérselos. Pero también había niños valientes e ingeniosos que acababan prevaleciendo sobre los enemigos más temibles, y casi siempre esos héroes inesperados eran el hijo pequeño, la hija abandonada, el personaje astuto y mañoso que en todas las mitologías vence al gigantón ensoberbecido por su fuerza bruta. Pulgarcito pertenece al linaje de Ulises y al del Lazarillo. El bravucón y el temerario acaban recibiendo su merecido a manos de ese esmirriado al que despreciaron. El arrogante Juan Sin Miedo aprende que sentir temor no es una bajeza, sino una estrategia de supervivencia, y también puede ser una actitud de razonable humildad. A los niños nos daban mucho miedo aquellas historias que nos contaban los adultos, y como teníamos más agudeza de la que ellos pensaban, nos irritaba que se divirtieran a nuestra costa. Pero éramos nosotros mismos quienes las pedíamos, y quienes exigíamos que se repitieran exactamente cada vez: saber de antemano el desenlace no anulaba el misterio, sino que lo enriquecía, tal vez con la intuición de lo inevitable, con la incorregible esperanza humana de que por una vez pueda ser evitado.

Los niños empiezan a disfrutar de verdad de los cuentos hacia la misma edad en la que empiezan a recordar sueños y a despertarse por las noches con pesadillas terroríficas. En los cuentos orales y en las nanas está la evidencia de que la narración y la música son hechos culturales arraigados en un instinto humano que es universal. Las personas que fabricaron flautas con fémures de buitre hace 50.000 años sin la menor duda contarían también historias y dormirían con cantos a los niños. Lo que empezó en las culturas humanas más antiguas empieza también en cada vida infantil. Lo que llamamos literatura coincide demasiado exactamente con los registros escritos y, por tanto, no se remonta mucho más allá de unos 3.000 años, desde que la epopeya de Gilgamesh se copió en tablillas de barro. Pero antes de la invención de la escritura, y después de ella y al margen, existieron y en parte siguen existiendo todavía universos formidables de historias, igual que han existido músicas de las que no sabemos nada, porque no hubo sistemas de notación que las recogieran y desaparecieron antes de que se inventara la grabación del sonido.

A algunos de nosotros el entusiasmo por la literatura se nos tiñe de desaliento cuando la vemos convertida en un espectáculo más bien sórdido de pedantería, de mezquindad, de arrogancia de presuntos expertos, de impostura consentida, de tráfico de influencias. Un antídoto de esa tristeza es recordar su origen como proveedora de historias asombrosas, de lecciones tan profundas que ya se transmitían hace muchos milenios y siguen vivas ahora en los cuentos que les contamos a los niños.